Existen
dos parábolas del Reino de los Cielos en el Evangelio de Mateo que tienen que
ver con la percepción de la vocación entendida no sólo como un llamado de parte
de Dios a nosotros, sino también como el sentido de la propia vida (Mt
13,44-46).
El
sentido de la vida es aquello que la direcciona de tal manera que es capaz de
hacernos abandonar todo con tal de no perderlo. Nada tiene más valor que ese sentido, esa
tarea que hemos descubierto, nuestra misión.
Las
parábolas a las que nos referimos son las del tesoro y la de la perla de gran
valor. En ambas Jesús señala que la consecuencia inmediata de quien se
encuentra con uno y con otra es vender
todo lo que se tiene.
El
tesoro encontrado por casualidad en un campo o la perla de gran valor hallada por un comerciante de las mismas, constituyen
para los personajes de las parábolas un hecho tan significativo y fuerte que
inmediatamente ocupan el centro de sus vidas. Es el quid de su existir, por eso no importa perderlo todo con tal de
ganar aquello.
Dicho de
otra forma, ya nada tiene el valor que tenía antes… porque esto que encontré no
tiene parangón. Eso es lo que nos pasa cuando encontramos nuestra vocación, el
por qué de nuestra vida.
Este
hallazgo que tiene todo nuestro aprecio, hace que todo lo demás sea objeto de
desprecio, pero este desprecio no es necesariamente negativo. Sí, en realidad
no se trata de minusvalorar las cosas, sino de descubrir cuál es su verdadera
importancia, cuál es su auténtico precio.
En estas
dos parábolas el Señor nos propone el Reino de los Cielos como aquello que dé
sentido a nuestras personas. Aquello a partir de lo cual todo tenga su
verdadero valor.
Encontrar
aquí en la tierra el Reino de los Cielos y la posibilidad de disfrutarlo en su
plenitud en la eternidad se presenta a cada cristiano como el cometido de
la vida. Esa es nuestra vocación común, la que compartimos entre todos.
La
manera en que Dios nos pide que la concreticemos es diferente en cada caso.
Unos son llamados a participar en el Reino compartiendo la vida familiar en el
matrimonio, otros en una especialísima y absoluta consagración al Señor y otros
en el ejercicio del servicio sacerdotal.
Como
sea, es el Reino de Dios y no otros intereses los que nos deben llevar a vivir
alguno de estos estados de vida, pues sin el deseo de entrar en ese Reino,
cualquier vocación carece de sabor y alegría.
Roguemos
a María Santísima que hizo del Reino de los Cielos el porqué y el éxito de todo
tarea, desde la más humilde hasta la más llamativa, que encontremos en ese
mismo Reino, el eje de nuestro vivir y hasta de nuestro morir.
P Flavio Quiroga