(Marcos 3, 13)
CARTA PASTORAL
CON MOTIVO DE LA CONVOCATORIA DEL «AÑO VOCACIONAL»
EN NUESTRA PRELATURA
19 de marzo – 27 de noviembre de 2017
Jesús, que pasaba, dijo:
- Éste es el Cordero de Dios.
Los dos discípulos, al oír estas palabras, siguieron a Jesús. Él se volvió hacia ellos, y
viendo que lo seguían, les preguntó:
- ¿Qué quieren?
Ellos le contestaron:
- Rabí (que significa maestro), ¿dónde vives?
Él les dijo:
- Vengan y lo verán.
Fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él ese día. Eran como las cuatro de la
tarde» (Juan 1, 35-42).
Con la Palabra de Dios puede sucedernos como le ocurrió a aquel violinista que
se puso a tocar hermosas piezas en la plaza de un pueblo donde que la mayoría
de los habitantes eran sordos. Una de las familias que sí podía oír escuchó y
sintió la agradable necesidad de bailar. Al poco tiempo la plaza se llenó de
personas que reprendían a los bailarines. ¡Pensaban que se habían vuelto locos!
La Palabra de Dios conforma un peculiar lenguaje. Quien quiera entender ha de
apreciar sus signos, aprender sus significados, comprender el contexto en el que
se realizan, atender a su repercusión en la vida. De otro modo no llegará a
interiorizarla y concretarla, experimentarla, vivirla.
Supongamos que nos encontramos con una persona que habla una lengua para
nosotros extraña y nos quiere transmitir algo. Tal vez pueda decirnos cosas
maravillas, hermosas frases con sublimes contenidos, palabras que develan
inescrutables misterios. Pero como desconocemos su lenguaje no entenderemos
nada... Por eso es interesante la advertencia del Salmo 40, 7: el Señor pide «un
oído atento, que escuche».
ESTAR ATENTOS, OBSERVAR, ESCUCHAR.-
El Evangelio refiere que Jesús pasaba por donde estaba Juan el Bautista con dos
de sus discípulos. Era un lugar desértico. Pareciera que Jesús caminaba solo.
Juan, fijando en Él su mirada, lo señaló: «Éste es el Cordero de Dios». Tras la
indicación de su maestro, los discípulos de Juan siguieron a Jesús. No sabemos
cuáles eran sus intenciones. Quizá en un primer instante fuera la curiosidad.
Jesús se da cuenta y pregunta: «¿Qué quieren?». Y responden: «Maestro, ¿dónde
vives?». Jesús no les da ninguna dirección, sino que les hace una invitación:
«Vengan y lo verán». El Evangelio señala la hora, hacia las cuatro de la tarde...
Jesús pasa… Y Juan está atento... Si no hay disponibilidad para la observación
en vano pasa Jesús, si no hay disposición para la escucha en vano hace Juan su
indicación. No son los discípulos de Juan los que salen al encuentro de Jesús: es
Jesús quien ha salido a buscarlos. Y espera que ellos se den cuenta...
DISCERNIR.-
«Samuel, que todavía era joven, servía al Señor bajo el cuidado de Elí. En esos tiempos no
era común oír palabra del Señor, ni eran frecuentes las visiones.
Elí ya se estaba quedando ciego. Un día, mientras él descansaba en su
habitación, Samuel dormía en el templo, donde se encontraba el arca de Dios. La
lámpara de Dios todavía estaba encendida. El Señor llamó a Samuel, y éste respondió:
- Aquí estoy.
Enseguida fue corriendo adonde estaba Elí, y le dijo:
- Aquí estoy, ¿en qué puedo servirle?
- Yo no te he llamado, respondió Elí. Vuelve a acostarte.
Y Samuel volvió a su cama.
Pero una vez más el Señor lo llamó:
- ¡Samuel, Samuel!
Él se levantó, fue adonde estaba Elí y le dijo:
- Aquí estoy, ¿en qué puedo servirle?
- Hijo mío, respondió Elí, yo no te he llamado. Vuelve a acostarte.
Samuel estaba confundido, porque todavía no conocía la voz del Señor, ni su palabra se
le había revelado.
Por tercera vez llamó el Señor a Samuel. Él se levantó y fue adonde estaba Elí.
- Aquí estoy, ¿en qué puedo servirle?
Entonces Elí se dio cuenta de que el Señor estaba llamando al muchacho y le dijo.
- Ve y acuéstate. Si oyes otra vez que te llaman, di: “Habla, Señor, que tu servidor
escucha”.
Así que Samuel se fue y se acostó en su cama. Entonces el Señor se le acercó y lo llamó
de nuevo:
- ¡Samuel! ¡Samuel!
Y él contestó:
- Habla, Señor, que tu servidor escucha» (1 Samuel 3, 1-10)
El llamado a veces no es claro y uno puede confundir las palabras y su
procedencia, como le sucedió a Samuel. No se daba cuenta de quién le llamaba,
pero sí tenía la disponibilidad necesaria para la escucha y la disposición debida
para el servicio: acudía al lado del anciano Elí pensando que era él quien lo
necesitaba, y él le ayudó a discernir el llamado de Dios.
Nosotros, cristianos de la Prelatura de Cafayate, hoy, usted y yo, ¿vivimos
atentos a la Palabra de Dios? ¿Frecuentamos su escucha? ¿Le prestamos
atención cuando la oímos? ¿Estamos dispuestos a ponerle no sólo oído, sino
«corazón», cuando nos habla? ¿Estamos atentos al paso de Jesús? ¿Habrá
pasado ya varias veces y no nos habremos dado cuenta? ¿Cuáles son las
palabras y las presencias que atraen mi atención?
Jesús se dirige también a nosotros, que vamos en pos de Él, y nos pregunta:
«¿Qué quieren?» El seguimiento de Cristo no es cualquier cosa. No es una bella
teoría, no es un hermoso discurso, no es un reclamo publicitario. Es un llamado
personal. Ir con Jesús no es anotarse a un club, no se entra en su escuela
pagando una cuota, no consiste en inscribirse en un partido cuyos ideales atraen
o cuyas conquistas interesan. No se consigue comprando un carné ni
inscribiéndose en un registro…
«¿Qué quieren?», pregunta Jesús. ¿Atenerse a unas normas que aprendieron
hace tiempo y transgreden con frecuencia? ¿Conseguir tranquilidad de
conciencia? ¿Ser tenidos por buenos? ¿Alcanzar éxito? ¿Que todo les sea
favorable? ¿Pasarla bien? ¿Ser considerados más?
«¿Qué quieren?», pregunta Jesús. Y si respondemos como los discípulos de Juan
el Bautista, Él dirá: «Vengan y lo verán». Ser cristiano no es la consecución de un
título como mérito de unos conocimientos. Tampoco es un estatus social. Es un
encuentro con Jesús de Nazaret, quien nos revela lo que somos: hijos de Dios, en
muchas ocasiones extraviados por los caminos de la vida, sin darnos cuenta que
Él pasa con frecuencia delante de nosotros ¡buscándonos!
Esto lo había aprendido muy bien san Pablo: no es Pablo quien se ha
posesionado de Cristo, sino Cristo de Pablo (cf. Gálatas 2, 20). Por eso es tan
importante la hora, el momento en que Jesús pasa y se queda en nuestra vida.
«Eran alrededor de las cuatro de la tarde». ¿Cuál habrá sido, estará siendo o será
la hora para mí?
Quizá esta sea nuestra hora, no la dejemos pasar. Hora de decidirnos a estar con
Jesús para siempre, en cualquier momento y circunstancia, también en el
camino de la cruz. Y discernir nuestro lugar en su Iglesia, en la comunidad de fe
que lo sigue y lo anuncia, que nos hace discípulos misioneros, enviados,
apóstoles. Para que se haga realidad en nosotros su promesa: «Como el Padre me
amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor» (Juan 15, 9).
PROPONER.-
«“Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto”
(Juan 15,11): este es el proyecto de Dios para los hombres y mujeres de todos los
tiempos y, por tanto, también para todos los jóvenes y las jóvenes del tercer
milenio, sin excepción. / Anunciar la alegría del Evangelio es la misión que el
Señor ha confiado a su Iglesia».
Con estas palabras comienza el Documento preparatorio de la XV Asamblea
General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, convocada para octubre de 2018 y
que lleva por título: «Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional».
Para un cristiano el sentido de su vida -como la de Jesús- es el amor, amor de
caridad, es decir: el amor de Dios derramado en nuestros corazones por el
Espíritu para que lo transmitamos por doquier (cf. Romanos 5, 5). En esto hemos
de estar siempre renovándonos, convirtiéndonos, «cristificándonos»: nuestra vida
es don de amor, fruto de su misericordia.
Don es dar: Dios da lo que es, Amor, y es Él quien nos ha llamado. No se da en
solitario, sino en «projimidad», en «trinidad» (yo – tú - él = nosotros), en familia,
en comunidad, en pueblo. Nuestra «vocación» es amar, porque en eso consiste el
seguimiento de Jesús, que nos llama a transitar este camino con Él y la
humanidad entera, particularmente con los que están más cerca.
La vocación no se tiene ni se posee, se recibe y nos posee, nos contiene. No se
consigue con el propio esfuerzo, sino que se recibe con la disposición debida tras
la escucha del decir de Dios en su Palabra, en la tradición, en la historia
personal, en la comunidad de fe. Es un acontecimiento que nos introduce en el
corazón de Dios y en la vida de la Iglesia de un modo concreto, específico,
particular. Es una peculiar semilla depositada en la tierra de nuestro corazón: ya
ha sido plantada, pero hay que cuidarla para que eche raíces y no se pudra,
regarla para que germine y no se seque, cultivarla para que crezca, fumigarla
para que no la aniquilen las plagas, abonarla para que se robustezca y no la
arrasen las tormentas, supere los fríos y madure el fruto esperado.
Dios nos llama a esto: a amar con Él, por Él y en Él, al seguimiento de Jesús, a
la configuración con su Ungido, el Mesías, el Cristo. «Mi amor es mi peso. Por él
soy llevado a donde quiera que voy», escribió san Agustín (Confesiones 13, 9). La
grandeza de las cosas se mide por su bondad. Lo bueno es nuestra meta, la
excelsa bondad del Amor. Y por amor de lo bueno se hacen compromisos, que en
el lenguaje religioso se dicen «votos»: «Hagan votos al Señor, su Dios, y
cúmplanlos» (Salmo 76, 12): en el noviazgo, en el matrimonio, en la vida religiosa,
en los ministerios ordenados (diaconado, presbiterado, episcopado), en cualquier
estado de vida y en cualquiera de sus opciones.
«Cada uno haga los votos que pueda y los cumpla –decía san Agustín-. Con el fin
de que no suceda que prometan y no cumplan, cada uno prometa lo que pueda y
propias fuerzas. Desfallecerán si presumen de ustedes mismos. Si confían en
Aquel a quien prometen, prometan, pues lo cumplirán seguros» (Comentario al
salmo 75, 16). «Voto» es ofrenda, promesa, deseo: ofrecimiento de sí, propósito de
cumplir lo ofrecido, anhelo de reflejar en sí mismo la imagen de aquel respecto
del cual uno se hace ofrenda, Jesús de Nazaret, testimonio fehaciente del amor
oblativo de Dios, que lo entrega todo, que no se queda con nada, que se da a sí
mismo.
SEGUIR.-
«Llamó a los que Él quiso. Y ellos lo siguieron. Eligió a doce para que estuvieran
con Él y para enviarlos…» (Marcos 3, 13).
«La vocación al amor asume para cada uno una forma concreta en la vida
cotidiana a través de una serie de opciones que articulan estado de vida
(matrimonio, ministerio ordenado, vida consagrada, etc.), profesión, modalidad
de compromiso social y político, estilo de vida, gestión del tiempo y del dinero,
etc. Asumidas o padecidas, conscientes o inconscientes, se trata de elecciones de
las que nadie puede eximirse. El propósito del discernimiento vocacional es
descubrir cómo transformarlas, a la luz de la fe, en pasos hacia la plenitud de la
alegría a la que todos estamos llamados» (Documento preparatorio de la XV
Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, introducción).
Jesús no oculta a sus discípulos los desafíos que les esperan. Habla claro desde
el principio. «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que
cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el
que pierda su vida por mí y la Buena Noticia, la salvará» (Marcos 8, 34-35).
Perder para ganar, dar para obtener, entregarse para vencer…
perdiendo. Gana el que primero pierde sus fichas... No es como otros juegos, en
los que gana el que más puntos consigue tener entre sus manos. ¡No! En el
«dominó» el que triunfa es el que primero llega a «tener nada».
Con frecuencia nos sentimos seducidos por frases como estas: «Consigue lo más
que puedas», «disfruta lo más que puedas», «posee lo más que puedas». «El sabor
del encuentro es disfrutar del momento: ¿por qué dejarlo pasar?», fue hace años
el lema de una afamada marca de cerveza. Jesús nos propone aprovechar el
momento y disfrutarlo, pero desde otra perspectiva: «Da todo lo que puedas»,
«comparte lo más que puedas», «date por entero»... Nadie podrá quitarte lo que ya
diste, lo único que conservarás será el corazón generoso hecho grande por el
desprendimiento de lo que entregaste. «A nadie deban más que amor», dice san
Pablo (Romanos 13, 8). El amor –escribió san Agustín- crece cuando se da,
aumenta cuando se entrega (cf. Carta 192, 1).
Hacerle caso a Jesús: ese es el contenido del desafío. Y hacerlo eficazmente,
poniéndolo todo sobre la mesa, sin trampas, como en el «dominó». Poner en Él
toda nuestra confianza, en Él, Pastor bueno, Buen Pastor, que conoce los
senderos, ha explorado los cerros, se ha adentrado en las quebradas, ha
atravesado los ríos, ha perdido la tranquilidad de una buena posición y el sosiego
de una hermosa casa para guiar a los suyos por los mejores senderos, para
prevenirles y evitarles en la medida de lo posible los peligros, para conducirles a
buenos pastos por caminos adecuados (cf. Juan 10, 13-15; Filipenses 2-11).
De este maestro somos discípulos, «Cordero de Dios» que se puso en la fila de los
penitentes para acompañar a los pecadores que iban a ser bautizados por Juan
en las aguas del río Jordán, continuando la dinámica de la «kénosis»
(anonadamiento, vaciamiento, desprendimiento) propia de la encarnación de
Dios: nacido en el lugar donde pernoctan y comen los animales, hijo de una
madre sencilla, cuidado por un padre trabajador, vecino de un pueblo de mala
fama… que no vino a presentarse con el título de una prestigiosa escuela
rabínica –las universidades de entonces-, ni hizo alarde de su «curriculum». Es a
Jesús de Nazaret a quien Dios ratifica como Mesías: «Este es mi Hijo muy
querido, en quien tengo puesta toda mi predilección» (Mateo 3, 17). «Este», no
otro... «Este» que nos acompaña siempre, particularmente cada vez que nos
ubicamos en la fila de los penitentes…
¿Cómo darme cuenta si verdaderamente soy su discípulo? ¿Cómo darnos cuenta
si estamos o no siendo de los suyos? ¿Cómo discernir los caminos de su
seguimiento? San Agustín muestra un criterio en sus Confesiones. Es buen
discípulo del Señor quien hace profesión de fe, esto es, quien «confiesa» la
bondad de Dios y reconoce su gracia en la vida, más poderosa que la fragilidad y
el pecado. Quizá estos puedan ser algunos indicios:
- Cuando un buen discípulo comete un error, por grande y escandaloso que sea,
dice: «Me equivoqué, reconozco mi pecado, pido perdón» (cf. Lucas 15, 21;
cuando un mal discípulo comete un error, la culpa la tienen los otros... (cf.
Lucas 15, 29).
- Un buen discípulo afronta los desafíos, busca respuesta a las situaciones
problemáticas, por grandes que sean (cf. Juan 8, 7); un mal discípulo da
vueltas y vueltas, no asume los desafíos ni afronta las situaciones, y con
frecuencia pretende soluciones mágicas, que no le impliquen conversión... (cf.
Juan 8, 9).
- Un buen discípulo se compromete con el bien y pone en él la vida, aun cuando
se equivoque (cf. Lucas 19, 8); un mal discípulo hace falsas promesas y
elabora discursos vacíos... (cf. Lucas 18, 24).
- Un buen discípulo dice: «Soy bueno, pero no tan bueno como a mí me gustaría
ser» (cf. Lucas 18, 13); un mal discípulo dice: «No soy tan malo como lo es
mucha otra gente»... (cf. Lucas 18, 11-12).
- Un buen discípulo escucha, comprende y responde (cf. Mateo 13, 10-11); un
mal discípulo sólo espera que le den la razón y lo alaben, hacer la suya… (cf. 2
Timoteo 3, 1-2)
- Un buen discípulo respeta a los buenos y trata de aprender algo de ellos (cf.
Juan 1, 47); un mal discípulo se resiente con aquellos que son mejores y trata
de encontrar sus defectos para ponerlos en evidencia, incluso provocando y
tendiendo trampas... (cf. Lucas 6, 7).
El buen discípulo es quien tiene en la vida la misma disposición que el que juega
al «dominó»: gana quien pone sobre la mesa todo lo que tiene, todo lo que es... En
esto consiste la vida cristiana, la de todos los cristianos.
CONCRETAR.-
Proponemos un Año Vocacional en la Prelatura durante el 2017, integrado en
nuestra dinámica sinodal iniciada el 30 de junio de 2014. Comenzará el 19 de
marzo, fiesta de San José, y concluirá el 26 de noviembre, fiesta de Jesucristo
Rey del Universo.
Qué es.- Un tiempo pastoral dedicado a orar, reflexionar y discernir el llamado
que Dios nos hace a su seguimiento (somos «discípulos» de Jesús) y la misión
que nos encomienda (somos sus «apóstoles») como ministerio («servicio») en su
Iglesia.
Objetivo general.- Promover una «cultura vocacional» al estilo de Jesús de
Nazaret.
Por cultura vocacional entendemos el propósito de cultivar entre nosotros un
ambiente de fe que proponga:
- Que estamos en el mundo por voluntad de Dios y vivimos por providencia
suya, no por accidente ni por casualidad, no por azar ni abandonados a la
arbitrariedad.
- Que Dios nos ha otorgado una serie de dones para el enriquecimiento de la
comunidad («carismas»») que hemos de encarnar en servicios concretos
(«ministerios»).
- Que estamos llamados a cultivar nuestra fe desde valores como el servicio, la
humildad y la gratuidad.
a) Servicio - Escuchamos la Palabra de Dios, celebramos los sacramentos y
anhelamos ser cauces de la gracia («obediencia») – Mateo 25, 34-40;
b) Humildad - Reconocemos que lo que somos por gracia de Dios lo somos
(«pobreza») – Lucas 17, 10;
«Llamó a los que Él quiso…» 7
c) Gratuidad - Aceptamos de corazón que el premio del amor es el Amor
mismo («castidad») – 1 Juan 4, 16-19.
Objetivos específicos.-
- Proponer la pregunta vocacional en sentido amplio y específico, despertando en
niños, adolescentes, jóvenes y adultos el interés por involucrarse en los
servicios parroquiales y diocesanos.
- Profundizar en la dimensión vocacional del matrimonio y los diferentes
estados de vida.
- Incentivar y acompañar los ministerios laicales como proyecto de vida.
- Instalar en la vida parroquial y diocesana la pregunta sobre el llamado de Dios
al ministerio ordenado (diaconado y presbiterado) y a la vida religiosa.
Acciones que tendríamos que decidir y concretar.-
Algunas sugerencias:
- Incluimos una petición por las vocaciones en la Oración de los Fieles de todas
las misas.
- Proponemos la pregunta vocacional en la catequesis, según los niveles
correspondientes.
- Creamos en cada parroquia la Escuela de Ministerios.
- Organizamos convivencias y retiros vocacionales en sentido amplio y
específico.
ORAR.-
Cerca ya del primer jubileo de nuestra Prelatura, con motivo de los 50 años de su
fundación (1969-2019), invocamos la intercesión de nuestra patrona la Virgen
del Rosario.
Agradecidos imploramos de nuestro Padre del Cielo los «milagros» que
necesitamos para la beatificación de Mons. Diego Gutiérrez Pedraza, nuestro
primer obispo, agustino de feliz memoria y reconocida virtud, discípulo misionero
de Jesús, apóstol de su Evangelio, quien –como reza la oración para pedir su
glorificación- «se distinguió por su cuidado pastoral y por su caridad alegre».
Nuestra Prelatura ha sido constituida recientemente como foro competente para
el desarrollo de su causa de beatificación.
Pido a todos los católicos de nuestra comunidad eclesial que oremos a Dios por
la intercesión de Mons. Diego, difundiendo la devoción a su persona, para que el
proceso iniciado llegue a buen término. Dios quiera que un fruto de nuestra
oración sea el discernimiento de las vocaciones y la concretización de los
ministerios laicales y ordenados que necesitamos. Hagámoslo, por favor, por el
bien de nuestro pueblo y para la edificación de nuestra Iglesia local.
Fraternalmente en Jesús, María y José,
P. José Demetrio Jiménez, OSA
Obispo Prelado – Prelatura de Cafayate
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