martes, 2 de abril de 2019

La Valentía de decidir

Discernir la vocación, como carisma y como estado de vida, trae aparejado el riesgo de optar. En efecto, la prudencia y el cuidado que hemos de tener en detectar los pedidos de Dios a lo largo de la vida, no puede interpretarse como una perpetuo vaivén. Lo dijimos desde el comienzo de esta serie de artículos: el discernimiento tiene como finalidad la decisión.

El tiempo de nuestras opciones dependerá de cada uno de nosotros y de su entorno, pero una cosa es segura, ha de llegar el momento en que se deban tomar, sopena que lo hagan otros, a descontento nuestro, atribuyéndose ser los únicos intérpretes de Dios en nuestra conciencia o, peor todavía, pretendiendo usurpar el lugar de aquel que nos llama.

Son muchas cosas las que nos pueden impedir una elección, la duda, el consenso social, los problemas que un estilo de vida nos puede traer. En definitiva se trata del miedo a morir en el intento o a equivocarse en la elección de un nuevo camino.

Duda y certeza de una decisión.
Que dudemos al momento de elegir un camino vocacional es la cosa más normal del mundo. Los seres humanos no tenemos evidencia de nuestro futuro, ni de lo acertado de nuestras decisiones. Pretender tener señales claras y precisas de que lo que vamos a hacer es lo mejor (y no sólo lo correcto) es una fantasía que puede dejarnos en el terreno voluble de lo indeterminado para siempre. Nunca haremos nada, porque siempre estaremos dudando.

De esta forma, solamente podemos contar con cierto grado de certeza en la que juega más un toque de la gracia divina y de la intuición humana que el resultado de las probabilidades estadísticas o científicas o de ciertos rituales de buena suerte. Lo primero sería un cientificismo extremo y lo segundo una espiritualidad falsa.

Entre los rituales de buena suerte por una parte podemos contar la consulta de horóscopos, ciertas prácticas de adivinación, etc... Otras pueden surgir de ciertas concepciones sobre el hombre y el universo, según las cuales el misterio de nuestra vida se resuelve como resultado de una computadora automática cósmica que espontáneamente da los efectos esperados, exceptuándonos de la responsabilidad de nuestra libertad y nuestra conciencia para realizar el bien. Puede también que entre esos rituales exista incluso alguna devoción mal entendida y aparentemente cristiana que debe producir ya una revelación extraordinaria y directa de Dios, ya una elección ineludiblemente acertada.

En definitiva se trata de aceptar lo imperfecto de nuestra naturaleza humana que ha de renunciar a sus pretensiones divinas: yo lo sé todo, yo lo puedo todo, yo lo hago todo, yo controlo todo. Todo tiene que ser como yo lo planifico. En un esquema de vida así Dios no tiene nada que hacer y queda anulada la cuota de riesgo que le da color, sabor y olor (acaso de adrenalina) a nuestra existencia humana.

Pero lo más terrible del esquema de las pretensiones divinas es que no tarda mucho en mostrar, por los cuatro costados, que no puede sostenerse en la realidad y lo hace con una cuota de dolor y frustración de los cuales suele ser muy penoso salir. Porque más tarde o más temprano debemos aceptar que cometimos errores, las circunstancias muestran que no todo está bajo control, que el mundo y la historia no funcionan según nuestros planes.

El consenso social y la caridad al prójimo
Otro temor muy fundado en una elección vocacional es el de contar con la aprobación de la gente.

Somos seres individuales y paradójicamente a la vez sociales. Mantener el equilibrio entre esas dos dimensiones propias e ineludibles de toda persona es una tarea que nos ocupará hasta el último segundo de nuestra existencia.

Que hagamos cosas para el agrado de los demás, con la cuota de interés de ser aceptados y protegidos por determinados grupos es lo más normal del mundo. El problema está cuando hacemos de esa tendencia humana la única regla de vida, porque entregamos toda nuestra existencia a una colectividad que no puede (ni debe) hacerse cargo de lo que nos compete como individuos particulares.

Obrar con el único fin de contentar a la multitud es un imposible, porque se trata precisamente de eso, de una multitud. Un conjunto heterogéneo en el que convergen un sinfín de percepciones, intereses, puntos de vista, pareceres y un interminable etcétera.

Por ejemplo, podemos pensar en la vocación matrimonial. Hay quienes consideraran el Matrimonio como algo despreciable y quienes lo consideran como todo lo contrario; pero incluso entre estos últimos, hay quienes podrán cuestionar con qué clase de persona uno se puede casar, abriendo un sinfín de opiniones sobre la persona escogida. Si uno pretende agradar a todos terminará por no elegir a nadie con quien compartir su vida en familia. Toda candidatura estará tachada por las imperfecciones de la pareja. Qué decir cuando nos referimos a una vocación de especial consagración o al ministerio del sacerdocio.

Si vamos a elegir nuestra vocación para contentar a todos está claro que vamos a quedar anclados en la perpetua indecisión, pero lo más terrible de eso está en que le habremos dado a una masa de gente la autoridad de Dios a quien queremos contentar con nuestra vida y quien quiere vernos felices para siempre.

A todo esto el temor del consenso social, también se manifiesta en la aceptación o ponderación que ciertos estados de vida o carismas gozan en nuestro entorno.

Así por ejemplo hay sociedades que tienen en alta estima la Ingeniería o la Docencia . Está muy claro que si una mujer sale diciendo que en lugar de ser ingeniera o docente decide ser monja, no va a recibir el mayor de los apoyos.

Así mismo está la cuestión económica. ¿Qué es más redituable? ¿Qué actividad laboral ofrece un buen pasar? Si alguien sale diciendo que pretende consagrarse en obediencia, castidad y pobreza está frito.

Todas estas valoraciones sociales lamentablemente también ensombrecen la consideración sobre determinados carismas dentro de la Iglesia o por lo menos empañan la concepción de los que comparten alguno en particular. Así por ejemplo que uno se haga cura puede ser bien visto en ciertos círculos "tristemente eclesiásticos" (clericlistas), pero ante ese misma gente si alguien plantea ser un laico consagrado o un hermitaño diocesano, las cosas pueden cambiar muy mucho. Ni qué decir cuando uno pretende formar parte de una fraternidad desconocida en lugar de adscribirse a otra que goza de fama internacional y abre a sus miembros un sinnúmero de oportunidades para promocionarse, alcanzando grandes éxitos y hasta fama.

Es verdad que en nuestras elecciones de vida hemos de considerar al grupo social, pero no en todas y, como dijimos más arriba, nunca al punto de poner a los hombres en el lugar de Dios, dueño de toda vida y vocación humana. Al respecto, resulta iluminador un pasaje del Libro de los Hechos de los Apóstoles
Los hicieron comparecer ante el Sanedrín (a los Apóstoles), y el Sumo Sacerdote les dijo: «Nosotros les habíamos prohibido expresamente predicar en ese Nombre, y ustedes han llenado Jerusalén con su doctrina. ¡Así quieren hacer recaer sobre nosotros la sangre de ese hombre!». Pedro, junto con los Apóstoles, respondió: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres (5, 27-29)
 En último caso, discernir una vocación teniendo en consideración al entorno social significa considerarlo como prójimo, en lo que atañe a la caridad, al servicio y no al prestigio, ni al encumbramiento de nuestro ego narcisita.

La fantasía del Paraíso o el infierno terrenal

Cuando debemos elegir vocacionalmente es necesario desenmascarar los paraísos o los infiernos terrenales.

En efecto, por un lado caemos en la fantasía que si vivimos determinado estado de vida o adscribimos a la vivencia de un determinado carisma, ya no tendremos problemas y caminaremos sobre nubes suspirando perfume de rosas o incienso. Que hallaremos una paz cien por ciento imperturbable y que jamás se borrará la sonrisa de nuestros labios.

Esa figura fantaseada depende muchas veces de nuestra ineludible capacidad de ilusión y es buena, en su justa medida y mientras no falsea la realidad. Nuestras ilusiones nos empujan hacia delante y eso es excelente, pero debemos estar abiertos a aceptar que en la consecución de un ideal hemos de lidiar con el peso de las limitaciones humanas propias y ajenas.

En muchas ocasiones esas imágenes ilusorias están alimentadas porque vemos cómo son y se comportan quienes viven un determinado carisma. Por ejemplo, podemos entrar en contacto con cierta comunidad y los vemos tan sonrientes y tan fraternos, tan ardientes en su fe o en su entrega apostólica o tan recogidos en oraciones profundas y prolongadas que creemos que por fin hemos dado con la esencia y el elixir de la vida cristiana. Que en este grupo no existen los pecados y las imperfecciones que nos asquean y con los que nos topamos a cada paso dentro de nuestra Iglesia. Craso error.

Aveces ese comportamiento de los miembros de comunidades animadas por algún carisma es sincero, pero otras no tanto. Puede que el entusiasmo que produce en una comunidad la posibilidad del ingreso de un nuevo miembro, haga que saque a relucir lo mejor de sí mismo, lo mejor que no es falso, pero que tampoco es tan perfecto. Lamentablemente puede ser que maliciosamente algún otro grupo se muestre así sólo durante campañas vocacionales, con tal de meter en la bolsa un gran número de nuevos miembros.

Está claro que ninguna comunidad va a mostrar de primera sus puntos flacos y no es porque necesariamente se pretenda engañar a los nuevos candidatos. Al contrario, como dijimos, puede ser fruto del entusiasmo sincero, o en último caso por una cuestión de buenas costumbres que hacen que los trapitos sucios los lavemos dentro de casa y no ante nuestras visitas.

En cualquier caso, es la gracia del Señor que se vale normalmente del tiempo y del roce continuo con los hermanos, la que saca a relucir la veracidad de aquella luminosidad que percibimos, sobre todo en los primeros contactos. La cosa es que, más o menos lumínicos, las comunidades impulsadas por algún carisma o las personas que comparten un estado de vida determinado son eso precisamente: personas ¡y muy humanas!.

Cuando erróneamente les damos la categoría de ángeles, las decepciones pueden ser tan grandes que acabemos por vilipendiarlos como demonios. Lo cierto es que no son ni lo uno, ni lo otro. Son humanos, que quieren vivir el cristianismo a ultranza y muchas veces dejan la piel por ello, pero sin dejar de ser humanos. En este caso es muy iluminadora aquella frase escrita por San Agustín, un santo de cuya espiritualidad beben hasta el presente muchas comunidades:

Hombres dejé y hombres encontré

 Sabias palabras que se refieren a que en el mundo existen los mismos defectos que dentro de los muros de una casa religiosa. Ojalá que la diferencia esté en el espíritu de conversión continua que en su interior tengan quienes forman parte de una fraternidad.

Todo esto puede servirnos para dos cosas.

Primero: Saber que el estilo de vida no depende de las grandezas humanas de sus miembros, sino de la inspiración que el Espíritu Santo otorgó a la comunidad para seguir a Jesús en determinado aspecto. Seguramente encontraremos santos entre ellos y habrá que inspirarse en su testimonio concreto y real para vivir la vocación que hemos sentido latir en nuestro interior. Pero también podremos hallar personas que no ofrecen un testimonio de santidad. Si el carisma proviene del Espíritu Santo y si hemos sido convocados a vivirlo, no hay porqué desalentarse. En todo caso, habrá que evitar una actitud condenatoria hacia los imperfectos. Actitud que vuelve agria la fraternidad y nos hace correr el riesgo de considerarnos mejores por el simple hecho de no tener sus defectos. Caer en eso nos vuelve fariseos henchidos de superioridad y nos aleja de la mirada misericordiosa y redentora de Jesús. Nos hace ceder a la triste mentalidad de quienes se creen limpios al constatar que los otros están sucios.

En segundo lugar, nos hace aceptar nuestra propia humanidad defectuosa a la que no le podemos pedir altura angelical. Sin embargo, esto no es una invitación a la chatura o al abandono de todo crecimiento espiritual, porque si bien es cierto no somos seres celestiales, somos humanos redimidos por Cristo e invitados a la conversión de nuestra vida. Somos convocados a formar parte del Reino de Dios y eso significa que no nos es posible claudicar en la transformación que el Espíritu Santo quiere realizar en nostros para configurarnos con Jesús. Ahora bien, lo principal para lograr esto está no en nuestras buenas obras, sino en el reconocimiento de la misericordia de Dios que nos libra de los males que somos capaces de alimentar en nuestros corazones. La clave de nuestra santidad, por tanto no está en nosotros sino en el Señor que nos santifica. Claro está que hemos de corresponder con nuestras libres acciones buenas a la obra de salvación que el Padre nos ofrece a través de su Hijo en el Espíritu. Sin esa correspondencia nuestra, no hay salvación.

Si la fantasía de un paraíso terrenal es falsa, mucho más lo es la de un infierno en la tierra.

Ocurre muchas veces que cuando planteamos nuestras inquietudes vocacionales, hay quienes pintan de forma muy vivaz el infierno que significa casarse o consagrarse u ordenarse sacerdote. Nos lo presentan como una vida llena de renuncias y frustraciones, contraponiendo a ella un no menos falso paraíso terrenal si se siguen otras opciones. Por ejemplo, nunca falta el que expresa que eso de hacerse religioso es enterrarse en vida y vivir sin alegrías (falso infierno en la tierra); que en cambio es mejor abrazar una profesión rentable y prestigiosa para alcanzar un estatus económico y social donde se encuentra realmente la felicidad sin límites (falso paraíso terrenal). Si el planteo es el de una vocación de vivir sin formar pareja, se suele agregar apreciaciones sobre la belleza física, la potabilidad intelectual y la juventud del interesado/a, como si con ello se pudiera reafirmar la veracidad de lo dicho y disuadir la decisión..

Tampoco faltan aquellos que sacan a relucir lo peor de una vivencia vocacional como si ineludiblemente todos los que la comparten, antes que ser copartícipes de un llamado divino, son cómplices de pecados aberrantes (falso infierno en la tierra). Así por ejemplo, hay quienes desaniman a las parejas a casarse porque existen muchos matrimonios que viven en infidelidad o porque se verifican peleas entre los esposos. Que suceda así con algunos, no quiere decir que así suceda con todos y mucho menos que quienes quieren casarse lo hacen para vivir peleando o siendo infieles.

¿Que habrá dificultades?, ¡por supuesto que las habrá! ya sea casados, ya consagrados, ya sacerdotes, habremos de lidiar con muchas problemáticas. Pero eso no es porque hemos optado por un determinado camino vocacional; eso es porque somos humanos. Antes, durante y después de la opción vocacional enfrentamos dificultades y trabas. No sería maduro de nuestra parte, pretender que no las haya, a menos que hayamos caído en estas fantasías del paraíso terrenal o del infierno en la tierra.

Nadie dijo que iba a ser fácil
Los organismos vivos se caracterizan por cobijar en sí mismos una serie de sanas tensiones. Este dinamismo es el que los diferencia de los cuerpos inertes.

Claro está que no se trata de vivir bajo una presión insoportable y enfermiza. Los estudiosos diferencian entre un eu-stress y un dis-tress. El primero es el que sanamente nos hace vivenciar nuestro existir como un cúmulo de desafíos y proyectos y el segundo es la tensión llevada a un extremo tal que ni nuestra mente, ni nuestro cuerpo pueden soportarla. Eso daña. No forma parte de la voluntad de Dios.

Pretender asumir un compromiso vocacional sin que eso traiga consecuencias en nuestra vida no es posible. Ni la vida de familia, ni la consagración, ni el servicio ministerial tienen como ideal el alegre y despreocupado hakuna matata.


Si miramos un poco las grandes personalidades de la historia humana, jamás encontraremos una que se haya pasado la vida en una poltrona, contemplando un atardecer plácidamente. Aunque eso no quita que en varias ocasiones hayan disfrutado de una puesta de sol.


En la Sagrada Escritura abundan los ejemplos de mujeres y hombres que respondieron afirmativamente a la vocación que Dios les dio. Ineludiblemente se vieron inmersos en una serie de situaciones donde no todo era color de rosa. Muchos de ellos pretendieron vivir en un cómodo aislamiento y, al irrumpir la llamada de Dios, hubieron de salir de él para inmiscuirse en una Historia de Salvación que los sobrepasaba por todos lados, pero en la que tenían una misión que cumplir.

Para no perdernos en una galería de historias, consideremos el punto más extremo de todas ellas: Jesús.

La vocación de Cristo no es la de un hombre carente de complicaciones, sin responsabilidades qué asumir, sin posiciones qué tomar. Todo lo contrario, por eso mismo termina en una Cruz y una Cruz deliberadamente buscada. La crucifixión no es el resultado fatídico de las intrigas tejidas al rededor del Maestro de Nazareth, sino parte de su vocación mesiánica y de ello Jesús es perfectamente consciente y se lo advierte continuamente a sus discípulos. Si el Señor hubiera perseguido la quimera de un paraíso terrenal para realizar su misión, la hubiera traicionado.

Con la vocación se nos abre un estilo y un camino de vida, en el que habrá problemas, en el que no todo irá como querríamos, pero precisamente todo eso forma parte de la misión que Dios nos da y que le otorga sentido a nuestro existir. Por eso no se trata de amedrentarnos y decir que no es posible, que es muy difícil, que no vale la pena y que desearíamos estar tranquilos sin tener que pasar por ciertas cosas.

Dios nos llama y eso quiere decir que nos asiste y nos ilumina para que podamos realizar el camino que nos propone. Los problemas están allí, no para paralizarnos, sino para resolverlos y dejar un poco mejor las cosas, con la firme convicción de que el Señor proveerá otros hermanos, que vengan después de nosotros a continuar no nuestra obra, sino la suya. Porque existe esa intervención divina, las complicaciones que surjan en el cumplimiento de nuestra misión no constituyen un infierno en la tierra, imposible de vencer y ante el cual debemos resignarnos sin mover un dedo.

Quien se siente convocado por Dios a un carisma y a un estado de vida podrá asumir el reto y la lucha con un corazón animoso y hasta alegre, porque sabe que para semejantes lides no cuenta solamente con su capacidad individual, sino que dispone de la presencia divina que lo sostiene y también de la de muchos otros hermanos que están embarcados en la misma tarea.

Al respecto, es precioso lo que el Papa Francisco dijo a los jóvenes en Panamá, en Enero de 2019, presentando a la Virgen como modelo de elección vocacional:

María tendría, sin dudas, una misión difícil, pero las dificultades no eran una razón para decir “no”. Seguro que tendría complicaciones, pero no serían las mismas complicaciones que se producen cuando la cobardía nos paraliza por no tener todo claro o asegurado de antemano»
Efectivamente, no pensemos que si responder a una vocación hace las cosas complicadas lo mejor es abstenerse de decir sí y prepararse para una vida sin tensiones, ni complicaciones, recostados en un sofá. Decir no abre las puertas de la amargura y la insatisfacción, la descepción, el sinsentido y sobre todo a un estilo de vida que pretendía ser color de rosas y acaba por ser gris.

En las manos de cada uno de nosotros, fortalecidos por la gracia, está la posibilidad de otorgar una respuesta convencida, libre, audaz y cesuda, capaz de hacer fluir la sangre por nuestras venas y otorgarle color a nuestra piel, brillo a nuestros ojos; vida.

No nos dejemos paralizar por el miedo. Que sea la Santísima Virgen María que dijo sí, la que nos enseñe y rece por nosotros para que también sepamos decir sí. 

El sí a una pareja, el sí a una consagración, el sí a un carisma, el sí a un ministerio, el sí al Plan de Dios, siempre es vida.

lunes, 18 de febrero de 2019

Algunos consejos para el discernimiento vocacional


¿Existen recetas para discernir?
En primer término conviene aclarar que nuestras inquietudes vocacionales y su resolución son vividas de una manera inédita por cada persona en particular. De tal forma que recetas universales ineludiblemente infalibles, no existen. Dios no fabrica seres humanos. Es decir, no somos hechos en serie. Somos obras artesanales del Señor,  piezas únicas de las que no habrá copia exacta alguna en toda la eternidad.

Somos artesanías en las que Él no es el único autor, aunque sí podemos decir que es el principal (igual que la Biblia), porque en nuestro proceso de vida intervienen muchas otras personas y fundamentalmente participamos nosotros mismos.

De allí que no podemos hablar de reglas fijas y universales, sí podemos hablar de principios comunes que son aplicables a cada persona en particular, dentro de su sociedad y cultura, en mayor o en menor grado.

Las artesanías de Dios
Dios tiene un plan; un plan para cada uno de nosotros dentro de una comunidad humana en determinada época y lugar. Dicho plan sólo puede desarrollarse con nuestro consentimiento libre y la colaboración de otros. Al respecto, es ineludible pensar que así como el Señor cuenta con hombres y mujeres para realizar el proyecto de mi propia persona, cuenta también conmigo para la realización de mis prójimos. Yo también influencio y trabajo en las otras artesanías de Dios y  eso trae en sí mismo una enorme cuota de responsabilidad o, mejor dicho, de co-responsabilidad.

Sin embargo, también es menester advertir algo, aún a riesgo de ser catalogado como anticuado u oscurantista. Existe un personaje verdaderamente siniestro, envidioso, resentido  y fracasado que va a procurar por los medios que estén a su alcance, echar a perder la artesanía de mi vida, para que quede frustrada. Asombrosamente la única forma de lograr semejante cosa es contando conmigo. De allí que tratará de ganarse mis afectos, haciéndose pasar por travieso compinche en algunas "diabluras" sin importancia y terminar después adueñándose de mi vida. Ya sabemos a quien me refiero, ¿verdad?

Oración y acompañamiento espiritual
Partimos entonces de que nuestra vocacionalidad, por decirle de alguna forma, es parte de un plan divino que no tiene otra finalidad que nuestra propia felicidad. La realización plena de nuestro ser que excede el tiempo y el espacio limitados en el que cada uno vive en esta vida presente.

Por eso, lo primero para discernir una vocación es rezar, y mucho, para poder descubrir la voluntad de Dios en la propia vida; vida única e irrepetible.

En segundo lugar conviene hacerse acompañar en el camino. Pensar en alguna persona que tenga criterios de vida y enseñanza llenos de Evangelio. Que por algún motivo nos parezca abierto a la acción del Espíritu Santo. Una persona caritativa capaz de captar y acompañar nuestros procesos de maduración y no alguien ávido de digitar la vida de otros, adueñándose de sus conciencias hasta el punto de suplantarlas (¿recuerdan lo que dijimos respecto de los mesianismos?).

Ya nos daremos cuenta que para dar con alguien así también hemos de rezar mucho al Espíritu Santo para que podamos descubrirlo y para que sea Él (el Espíritu) quien se valga de esa persona como de un dócil instrumento.

Hemos de tener en cuenta que no estamos hablando de un ángel, sino de un ser humano como nosotros, sometido a prueba, para nada libre de defectos. Un compañero de camino que, a pesar de reconocerle cierta autoridad, no ocupa el lugar del único Maestro, ni del Padre del Cielo, ni del Espíritu (Cfr Mt 23, 6-12); razón por la cual no hemos de perder jamás nuestra propia libertad al momento de sopesar sus consejos, ni de alejarnos de su compañía si, por algún motivo, ha dejado de ser constructiva para nuestra vocación particular, o porque simplemente el desarrollo de nuestras vidas nos ha ido llevando por caminos en los que Dios puso otras personas más cercanas o más afines que pueden ayudarnos mejor.

Lo que acabo de decir dista mucho de ir cambiando de acompañante espiritual cada dos semanas, sobre todo cuando lo que señale contradiga a nuestras expectativas. Sí, porque al buscar este consejero, no pretendemos que sea nuestro espejo, que piense y diga lo que cada uno quiere, sino un alguien distinto a través del cual Dios nos va mostrando el propio camino. Camino que nunca coincide con nuestros caprichos, porque es superior a todos ellos. Por otro lado, un verdadero acompañante espiritual, tiene la madurez humana para no caer en el resentimiento o los celos, si decidimos hacernos ayudar por otro en nuestras búsquedas vocacionales y, si carece de esa madurez, en hora buena que nos alejemos de él/ella.

Los mensajitos de Dios
Aunque ya hemos hablado más arriba de la necesidad de oración es muy conveniente recordar que la misma es un diálogo con Dios y no un monólogo consigo mismo. Por esta razón es siempre necesario cultivar no sólo la confianza para contarle al Señor nuestras cosas, sino también la capacidad de saberlo escuchar atentamente y en silencio. De allí que la oración debe abrir nuestra atención a los diversos mensajes que recibimos de Aquel que nos da una vocación específica.

Los mensajes son variados. En primer término se encuentra lo que nos dice a través de las Sagradas Escrituras. Por eso es importante iniciarse en su lectura orante (que excede al simple estudio de la Biblia). Muy de la mano con esta lectura orante, se encuentra nuestra vivencia sacramental. El Señor se comunica con nosotros a través de los sacramentos que nos ofrece en su Iglesia, en sus celebraciones litúrgicas que nos congregan junto a nuestros demás hermanos. Entre estas celebraciones siempre hemos de destacar la Eucarística, de manera particular la del Domingo.

Pero Dios también habla en el testimonio de vida de muchos hermanos nuestros y esto es crucial en la búsqueda de la propia vocación. Conocer el pensamiento y la vida de los santos ayuda mucho, porque ellos, en su momento, también vivieron un determinado carisma y abrazaron un estado de vida. Ayuda también saber lo que la Iglesia enseña respecto de cada vocación. Por ejemplo, qué ofrece para vivir en matrimonio, cómo interpreta la entrega mutua de los esposos en el amor, cómo se decodifica la vida sexual de una pareja, cómo se considera la familia, los hijos, etc... Qué entiende por caridad pastoral, por celibato sacerdotal, por vida consagrada, por concejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia,etc...

Dios también nos mensajea con todo aquello que sucede al rededor nuestro: la gente, las cosas, la creación, las situaciones históricas en las que vivimos. No siempre son cosas bonitas, sin embargo todo forma parte de su  preciosa propuesta.

Por último también nos habla a través de nosotros mismos. De nuestros sentimientos, nuestros afectos, nuestras reacciones. En esto San Ignacio de Loyola es un clásico referente (no el único) para ayudarnos a discernir nuestro camino vocacional.

Algunas pistas ignacianas
Básicamente se trata de detectar aquellas experiencias internas nuestras que nos impulsan a vivir con mayor entrega nuestra vocación. Muchas de ellas pueden estar signadas por el entusiasmo, la alegría y la serenidad en nuestro espíritu (Ignacio las llama consolación). Sin embargo no quedan fuera de análisis aquellas otras que cuestionan fuertemente nuestro estilo de vida cuando está lejos de aquello a lo que el Señor nos llama. Tanto unas como otras, muchas veces son sentidas como verdaderas conmociones que ofrecen un horizonte nuevo, pero que también tiran abajo estructuras que regían nuestros comportamientos y de las cuales muy a menudo nos cuesta desprendernos.

San Ignacio también enseña que hay que estimular en nosotros todo aquello que acrecienta un verdadero amor a Dios y servicio humilde a los hermanos, aquello que nos anima a una mayor identificación con el Señor Jesús y evitar aquello que lo impide. Aquello que, a la larga o a la corta, nos invita al pecado y desobediencia al plan de Dios, o a lo menos a una falta de magnanimidad en la vivencia vocacional. Por eso advierte que la tristeza, el resentimiento, la desesperanza, la pereza, la tibieza en todo lo que atañe a Dios y su obra (él lo denomina desolación), no debe ser secundado, más bien combatido por una intensa vida de oración, penitencia y reflexión. Con ellas el santo jesuita enseña a cultivar lo contrario a estas emociones negativas, cuando conducen al enfriamiento de una entrega vocacional generosa.

A raíz de su propia experiencia de vida Ignacio de Loyola ha dejado en sus Ejercicios Espirituales una serie de principios que ayudan a discernir los estados de consolación o desolación. Si bien es cierto no aborda propiamente el tema de la vocación de una manera directa, muchos consideran que todo lo que enseña allí en general y él denomina Reglas para el Discernimiento de Espíritus, se aplica a todo cuestionamiento vocacional.

Sea que nos preguntemos por la vivencia y participación en algún carisma dentro de la Iglesia o, más en general, por un estado de vida dentro de ella, son consejos muy útiles para tener en cuenta. No estaría de más considerar leerlos o participar de algún retiro ignaciano.

Concluyendo
Lo más importante aquí es que en nuestra vivencia vocacional nunca nos quedemos masticando la desolación, como dijo el Papa Francisco en el encuentro que tuvo con los sacerdotes, consagrados y consagradas en su visita a Chile (2018). No dejarnos caer en el pesimismo inspirado por el diablo, no es sólo para ellos, también es útil en aquellos cristianos llamados por Dios a formar familia, pues no pocas veces son estas cosas las que llevan a las parejas a dirimir la consagración mutua en el sacramento del matrimonio, o a quebrantarla si ya están casados.

En fin,estar atentos a todas estas señales que Dios nos envía es estar en permanente estado de discernimiento, para decidir primero, para ser consecuentes con una decisión después, y en definitiva para llevar a término libremente la voluntad de Dios en nuestra vida; colaborando con su acción artesanal en nuestra persona y en el mundo y cultura en que ella se desarrolla.

miércoles, 23 de enero de 2019

¿Qué son los estados de vida?

Repasando un poco lo que vinimos viendo hasta ahora:

A todos los cristianos el Señor nos llama a vivir determinado aspecto del Misterio de Cristo en nuestras vidas. El Espíritu Santo despierta en nosotros una atracción para realizar aquella dimensión de la inabarcable persona de Jesús que más nos resulta cautivante, de tal forma que la concretemos en el tramo de la historia en que hemos sido llamados a la vida. 

Esto no podemos hacerlo por nosotros mismos, por ello a demás de la gracia divina, contamos con hermanos nuestros en el Bautismo a quienes descubrimos en la gran comunidad de la Iglesia; hermanos que comparten con nosotros la misma inquietud y alegría por sentir esa inclinación a imitar a Jesús. En esto consisten los carismas vocacionales. De alguna manera ellos se van expresando a lo largo del tiempo y van configurando una índole propia, una especie de idiosincracia o identidad comunitaria, reconocida expresamente por la Iglesia. 

Este reconocimiento les da cierta institucionalidad, por eso también podríamos llamarlos carismas institucionales, los cuales configuran distintas formas de asociación entre bautizados como por ejemplo los grupos, los movimientos, los institutos religiosos o seculares, congregaciones, órdenes religiosas, sociedades de vida apostólica, etc... (Digo etcétera porque la acción del Espíritu Santo no tiene límites).

Ahora bien, a lo largo de la vida Dios nos puede llamar a distintas cosas y así en varias ocasiones es probable que para responderle consideremos necesario pasar de un grupo a otro. Esto, cuando es consecuencia de un discernimiento sereno, sincero, humilde y acompañado por algún hermano, especialemente dotado para esto, no debería traer mayores problemas. Los miembros del grupo que uno deja, no debería tampoco sentirse traicionado u ofendido. Siempre y cuando el fruto del discernimiento lleve al que se separa a una entrega generosa al Maestro, a quien todos seguimos desde nuestras limitaciones humanas, no debería generar mayores crisis y mucho menos enemistades irreconciliables. 

Los estados de vida
Sin embargo en la vivencia de la vocación cristiana hay ciertas maneras de seguir a Jesús que requieren una estabilidad muy firme, una identidad vocacional a partir de la cual vamos realizando las experiencias de los diversos carismas a los que el Señor puede irnos convocando conforme transcurren los años y conforme se van presentando las necesidades del prójimo y de la Iglesia.

Esa identidad vocacional cuyos cambios son mínimos a lo largo de toda la vida, porque constituyen una base, un punto de pibote, es lo que llamamos estados de vida.

Básicamente podríamos hablar de los siguientes estados de vida: 
  • Soletería o doncellez
  • Matrimonio
  • Viudez
  • Especial Consagración 
  • Ministerio Sacerdotal
Como pueden deducir es muy claro porqué en ellos no hay muchas posibilidades de cambiar uno por otro. 

De todos ellos acaso los más inestables pueden ser los de soltería y viudez. Son situaciones de vida que pueden durar mucho o poco. El soltero o la persona viuda se puede casar, o se puede consagrar, o ser ordenado sacerdote; o bien puede permanecer así toda su vida.

Claro está que asumir o cambiar un estado de vida, requiere un arduo y profundo proceso de discernimiento, en el que la gracia de Dios acompaña e ilumina. Ciertamente es necesario el testimonio de personas que viven con mucha entrega alguno de ellos y algún/a hermano/a que pueda ayudar a aclarar las cosas.

Es importantísimo que no los consideremos nunca una situación en la que la cultura o la historia personal nos dejó, casi sin nuestra participación. No son una condena del destino en la cual somos víctimas fatales. Por ejemplo, no es sano que alguien interprete su vida matrimonial como el resultado ineludible de sucesos que lo llevaron a eso, o como la lógica consecuencia de quien vivió en un pueblo o en una época en la que la cultura marcaba la "obligación" de casarse o tener hijos. Tampoco debiera interpretarse de esa forma la especial consagración o el ministerio sacerdotal. Es más, ni la propia soltería "perpetua" debería considerarse como una especie de desgracia o como fruto de la indiferencia ante los valores comunitarios que llevan a formar una familia, o consagrarse a Dios o servir ministerialmente a su pueblo

¿Y cuál sería entonces la mejor manera de interpretar un estado de vida? Como la respuesta a una vocación. Los sacerdotes, los consagrados, los casados, lo son porque Dios los llamó a vivir de esa manera en comunión con otros. Otros que son los hermanos de una comunidad de consagrados, o la comunidad de la Iglesia en el mundo, o con un consorte con el cual formar un hogar, hasta que la muerte los separe. Más allá de estados de vida, hablamos de vocaciones.

Cada una de estas vocaciones tiene una riqueza humana y carismática preciosa que deberemos ir descubriendo y ahondando cada vez más. Ninguna es superior a otra, en todo caso son las diversas formas en las que vamos concretando nuestro seguimiento a Jesús.





jueves, 10 de enero de 2019

El discernimiento eclesial de los carismas

Habíamos dicho que los carismas comunitarios son una forma específica que el Espíritu Santo despierta en un fundador/a para responder a una necesidad propiamente humana (por ejemplo hambre, ignorancia, postergación social, enfermedades, etc...), pero desde la Iglesia.

Podemos entenderlos también como distintas formas de un único amor a la Iglesia. En efecto, muchos de los carismas miran no sólo a necesidades humanas fuera de la Iglesia, sino también otras que se producen en su interior. A veces algunos tienen la misión de reformar situaciones eclesiales que han perdido su autenticidad evangélica.

Si se quiere puede decirse que los carismas son  las múltiples formas de ser Iglesia de Cristo en diversas circunstancias de la historia, las cuales se ofrecen hacia fuera y hacia dentro de Ella para concretar una vía de acceso al Reino de Dios; o para saciar las indigencias del espíritu humano en necesidades temporales. Esto teniendo en cuenta que el Reino de Dios no está aparte de la temporalidad humana, porque se va concretando en ella y ella está potencialmente preparada para recibirlo y realizarlo; pero ese es otro tema que podremos dejarlo para otra vez.

En fin, se trata de experiencias comunitarias producidas por el Espíritu Santo dentro de la Iglesia, como si ésta fuera una especie de útero en el que se gestan. Experiencias que replican en distintas formas y épocas el inabarcable misterio de Cristo hacia las que nos sentimos atraídos casi irresistiblemente como discípulos suyos.

Esta pertenencia a la Iglesia trae como consecuencia que es Ella quien debe discernir la autenticidad de estas experiencias, para determinar si se trata de dones del Espíritu Santo. Sí, porque lamentablemente algunas de ellas pueden ser fantasías de algunas personas que pretenden compensar falencias (aveces patológicas) de su personalidad; algo tiene que ver con el tema de los mesianismos del artículo anterior. Esto sin descartar la actuación del mal espíritu que puede tomar apariencias de bondad en la supuesta inspiración de una obra conveniente y buena, pero que en realidad esconde intereses que no son los de Cristo Jesús. Y esto incluso contando con la buena voluntad de gente sincera y entregada.

Por eso la Iglesia ante el aparente nacimiento de carismas comunitarios, se toma un tiempo para dilucidar su autenticidad o no. En esto tiene mucho que ver lo que plantean quienes lo inician; no se puede proponer un carisma cayendo en la indeterminación de aquellos elementos que lo constituirían. Tiene mucho que ver también los frutos de santidad de vida que dicha propuesta va ofreciendo a la Iglesia. De manera que no es solamente lo que se propone en teoría, sino también lo que se produce en la vida eclesial y de las personas.

Con el paso del tiempo las propuestas carismáticas van aclarándose y tal vez incluso replanteándose y corrigiéndose y la Iglesia comienza a darles su aprobación explícita. Suele ser un camino largo lleno de prudencia y no exento de sinsabores.

Además los carismas están dentro del concierto de la Iglesia toda y tienen como fin servirla en su misión concretándola en situaciones particulares. Es muy comprensible entonces que la comunidad eclesial se tome muy en serio el hecho de reconocerlos y aprobarlos tras haberlos puesto a prueba en su fidelidad al Evangelio de Jesús. Si un pretendido carisma dañara la Iglesia, no puede considerarse como venido del Espíritu Santo, pues Él no los suscita con esa finalidad.

Cuando nace un carisma, la comunidad de discípulos comienza un camino de discernimiento cuya figura principal y su expresión ineludible será el Obispo de aquel lugar en donde comenzó. Podrán sumarse muchas voces de la colegialidad de los Obispos según vaya expandiéndose la experiencia del Espíritu que irán corroborando o no su reconocimiento y en muchas ocasiones será la autoridad del Santo Padre la cual dará el toque final.

Siempre es el Obispo de un lugar quien debe determinar, tras un camino de diálogo sincero y profundo la conveniencia de un pretendido carisma, cuando este todavía está en ciernes. Pero incluso compete a él, determinar la conveniencia o no de la inserción de carismas reconocidos por la Iglesia dentro de la comunidad a su cargo. Dicho de otra forma, por más que ciertos carismas estén plenamente aceptados, si un Obispo no los considera convenientes para su grey, no deben instaurarse en la Diócesis.

La humildad para convivir con todos los demás carismas en la comunión católica y en consecuencia con la obediencia debida a los Apóstoles en sus sucesores los Obispos, serán gran prenda de autenticidad de un carisma vocacional comunitario.

A nivel personal esto nos lleva saber que cuando experimentamos el llamado a vivir determinado carisma, es en comunión con quienes ya lo viven, con otras personas que forman parte de la Iglesia, cómo debemos dilucidar nuestra vocación a participar de él o no. Al decir del Papa Frnacisco no existe la selfie vocacional. No basta con lo que sientes, o puedes, o crees. Es todo eso, pero siempre dentro de una comunidad eclesial. Lo vemos con mayor detalle más adelante, ¿les parece?