La vocación, si bien es cierto es un don, también es un itinerario a través del cual Jesús nos va descubriendo paulatinamente su rostro. Un rostro que a medida que se va aclarando delinea los rasgos de nuestra identidad. Vale decir, a medida que vamos descubriendo al Señor, vamos siendo cada vez más nosotros mismos.
El evangelio de Juan cuenta uno de los signos (milagros) de Cristo donde aparece este aspecto de la vocación. Se trata de la curación del ciego (9).
Lo primero que llama la atención al lector y a los protagonistas de este suceso es que se trata de un ciego de nacimiento, es decir alguien que nunca tuvo la experiencia sensorial de ver. Cristo no le devuelve la vista, porque nunca la tuvo; se la otorga y en el mismo gesto que utiliza para brindársela hay un remitente al relato de la creación. En él la Escritura recurre a la imagen del Dios alfarero que crea al hombre a partir de una artesanía de barro (Gen 2, 7). Aquí Jesús hace barro con su saliva y lo unta sobre los ojos del ciego (Jn 9, 6). Es un acto creacional.
A partir de allí, y con la libre colaboración del hombre, comienza el milagro cuyo punto final es el descubrimiento de Jesús como Mesías Salvador (Jn 9,38)
Pero antes de eso hay todo un proceso. Cuando le preguntan por su benefactor, para él es un hombre del cual no sabe dónde está (Jn 9, 11). Más tarde, dirá es un profeta (Jn 9, 17) y sobre el final lo adora como Hijo del Hombre (Jn 9, 38)
Nuestra vocación, sea cual sea, también es así. No es clara al principio, incluso puede parecer que no tenemos ninguna (el ciego jamás había visto). Para nosotros no es un tema resuelto de entrada, sino una realidad dinámica que va cobrando cuerpo a medida que pasa el tiempo.
Es una intervención gratuita de Dios en nuestra historia personal. Nótese que nadie le pide al Señor que haga el milagro, ni sus discípulos, ni su familia, ni siquiera el mismo enfermo que al parecer no tiene idea de quien es Jesús y ha naturalizado su ceguera. No son sus padres los que le dan la vocación, incluso en el relato se desentienden del hijo que había nacido ciego (Jn 9,18-23), ni las autoridades religiosas que más bien ponen en tela de juicio la veracidad del hecho, ni los demás seguidores de Cristo que al principio pretenden explicar la penosa situación del ciego con un pecado (Jn 9, 1-3)
De manera que no es una resultante humana, sino la consecuencia de ser mirados con amor en medio de nuestra ceguera y esa mirada que lleva al Señor a tocarnos, embarrándose por nosotros y con nosotros, nos cambia la vida al punto de producir el asombro de los demás. El Evangelio dice que aquel ciego limosnero había cambiado tanto que la gente creía que era otra persona (Jn 9, 8-9)
Hemos sido tocados por Dios para descubrir quién es Él en nuestra vida, en la de los demás y en la historia humana y quiénes somos en realidad nosotros mismos, pero todo esto tan maravilloso puede quedar truncado si no ponemos de nuestra parte.
El Señor envía al ciego con los ojos embarrados a lavarse en la piscina de Siloé (Jn 9, 7) De no hacerlo, aquella intervención gratuita de Dios queda frustrada.
Vayamos nosotros también a Siloé, a las aguas del Espíritu Santo que se nos dio en el Bautismo, a las fuentes de la Palabra de Dios que calman la sed, a las aguas de la caridad que restauran las fatigas y los sufrimientos del prójimo, las aguas de la sana inquietud que lleva a preguntarme qué sentido tiene mi vida, quién soy y quién debo llegar a ser...
Confiemos y pidamos la interceción de María que respondió generosamente a su vocación de Madre de Dios y de los hombres, para que vayamos descubriendo nuestra vocación.
P. Flavio Quiroga