Cuando el Evangelio según San Juan narra el encuentro de Jesús con la Samaritana (4, 1-42) hay un elemento que queda como un detalle anecdótico, casi escenográfico sin ninguna relevancia. Tras el diálogo tenido con el Señor, interrumpido por el regreso de los discípulos, pero suficiente para que ella lo conociera como el Mesías, el autor señala que la mujer, dejando allí su cántaro, corrió a la ciudad (4, 28) para instar a sus vecinos a ir a conocer al Salvador.
El Maestro va derrumbando cada una de esas suficiencias con que la mujer se le ha presentado y que aparentemente le daban seguridad, pero en realidad la despojaban de sí misma. En efecto, al final del trayecto Cristo la ha enfrentado con su auténtica realidad y la vacuidad de sus seguridades.
La contrapartida a este vaciamiento es que imperceptiblemente el Señor ha ido colmándola de una auténtica riqueza, tan abundante y fuera de serie que la samaritana no puede menos que, dejando allí su cántaro, salir corriendo a su ciudad para que los demás conozcan al Mesías ¿Lo deja vacío, lo deja lleno? Lo que importa en realidad es de qué se vació ella y, por el contrario, de qué quedó llena. Y lo cierto es que aquel cántaro (figura de su portadora) no sólo recibe, sino que emana agua y agua viva.
Efectivamente, el Señor le ha prometido un agua viva capaz de saciar cualquier sed y de convertir a quien la recibe en manantial que brotará hasta la vida eterna (Jn 4, 14) Esa es la vocación de la samaritana y de la Iglesia, es la vocación de cada bautizado que vive en ella.
Para responder a esta llamada de Jesús es necesario pasar por el camino del vaciamiento por el que transitó aquella mujer. Pero notemos que no es un vacío que conduce a la nada, a una ausencia indeterminada, sino todo lo contrario, conduce a la Plenitud, a Dios mismo que sacia todas nuestras carencias y debilidades con el agua viva del Espíritu Santo. No es tampoco un vacío en el que nos adentramos solos, es Cristo quien nos conduce, pero _repitámoslo una vez más_ no para dejarnos huecos, sino para llenarnos de la presencia divina y de la verdad sobre nosotros mismos.
Finalmente, este vacío pleno no es para gozarlo en soledad, está abierto a los demás. Así pues, la samaritana, quien se deja vaciar y a la vez llenar por Cristo, no puede menos de procurar que su gente pueda tener la misma experiencia. Porque, contrariamente a lo que algunos piensan, la vocación y la fe cristianas no son intimistas, sino ampliamente sociales. La experiencia vocacional siempre de alguna manera abre al otro, al prójimo; si no lo hace seguramente es falsa.
En fin, ningún cristiano, sacerdote, consagrado/a, laico puede pretender ser fuente de agua viva para el mundo de hoy si no está disponible a que la Palabra de Dios lo vaya vaciando de sus supuestas autosuficiencias, de sus resentimientos, mezquindades, miedos, apegos desordenados, aislamientos y una larga lista de etcéteras. Cada creyente podrá ser un verdadero manantial para su hermano y la sociedad en que vive en la medida que se abra al Espíritu Santo, fuente de agua viva, se vacíe de sus engreimientos petulantes.
Le pidamos a María Santísima, humilde servidora del Señor, poder desbordar el agua viva del Espíritu desde el vacío de nuestros egos.
P. Flavio Quiroga
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