Los tres primeros Evangelios nos cuentan un episodio muy llamativo de la vida de Jesús y sus discípulos: la Transfiguración del Señor (Mt 17, 1-9; Mc 9, 2-9; Lc 9, 28-36). Jesús a los pocos días de declarar que muchos de sus oyentes no morirían sin antes haber visto el Reino de Dios, se lleva consigo a Pedro Santiago y Juan a una montaña. Una vez allí se muestra glorificado. Las descripciones son sobrecogedoras y con aquella experiencia Cristo cumple su promesa.
Tanto Mateo como Marcos señalan que fue seis días después (Mt 17,1; Mc 2,9)1. Para la literatura bíblica el seis se halla en relación con el siete, el número perfecto, y es claro que no lo alcanza. De manera que este detalle nos muestra que aquella manifestación gloriosa del Reino de Dios en la Persona de Jesús, no es todavía su llegada en plenitud. Se trata sólo de un anticipo.
Por eso se entiende que no le es dado a Pedro cumplir su deseo de hacer tres carpas (Mt 17,4; Mc 9,5; Lc 9, 33) para quedarse allí. No es posible poseer aquél Reino ahora, porque en el tiempo presente, este Reino ya ha llegado en Cristo, pero todavía no ha alcanzado su perfección. Lo hará recién al final de los tiempos.
De allí que somos llamados a vivirlo no en la visión, sino en la escucha. Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección, escúchenlo (Mt 17,5; Cfr. Mc 9, 7; Lc 9,35)
Esta escucha es algo propio de la espiritualidad bíblica. De hecho, el creyente, en las Sagradas Escrituras, es principalmente aquel que escucha la Palabra; esta es su actitud característica.
Pero escuchar no es captar un sonido, sino prestar atención. Por eso, cuando el texto habla de esta escucha hace referencia directa al papel del discípulo: Escucha a su Maestro atenta y constantemente para aprender de Él.
Ahora bien, este aprendizaje no es intelectual, sino más bien experiencial. El discípulo no se restringe a asimilar conceptos o enseñanzas, sino que obedece e imita las máximas y la manera de vivir de su Maestro. En efecto hay quienes piensan que el verbo obedecer proviene latín ob-audiens, lo que está delante del oyente, o simplemente de oboedio, seguir los concejos de, prestar oídos . La obediencia es fruto de la escucha.
Para los que vivimos en esta etapa aún imperfecta del Reino de Dios nuestra vocación está en escuchar de esta forma la Palabra que es Cristo. No se trata, por lo tanto, de la obediencia producida por la imposición del más fuerte sobre el más débil. No es la obediencia al autoritarismo, tampoco a una normativa buena en sí misma, pero que poco me convence o a la que acato sin entusiasmo. La obediencia aquí es fruto del amor y la admiración por el Maestro.
Tal admiración y adhesión, surgen de la experiencia tenida en el contacto y trato tanto personal como comunitario habido con Cristo. Sí, porque Jesús lleva a la montaña a tres discípulos, no a uno solo, ni uno por vez: es una experiencia comunitaria. Por eso nuestra vocación cristiana no puede realizarse nunca sin este componente comunitario. Ni el sacerdocio, ni la vida consagrada, ni la familia, ni ninguna otra forma de vivencia cristiana puede hacerse genuinamente de manera aislada e individualista.
Tampoco puede agotarse en mi comunidad, como si se tratara de un regalo hecho por el Señor para que lo goce solamente nuestro grupo. Jesús les hace saber que, en su momento habrán de hablar a los demás sobre esta experiencia; abrir la comunidad no dejarla cerrada en el espíritu sectario de solamente nosotros (Mt 17,9; Mc 9,9; Lc 9,36). De esta forma la escucha atenta y obediente del discípulo, es una escucha llamada también al testimonio.
Roguémosle a María Santísima la primera y la más dócil discípula de Jesús que podamos descubrir estas cosas y escuchar a su Hijo en quien el Padre se complace y en quien llega a nosotros el Reino de los Cielos. Este Reino cuya perfección anhelamos y por la que trabajamos desde ahora en la tierra, escuchando, aprendiendo y obedeciendo.
1. Sorprendentemente la versión del Evangelio de Lucas habla de unos ocho días después (9,28) y en esa divergencia el autor enlaza este acontecimiento con la práctica primera de la Iglesia de reunirse los domingos (cada ocho días, según la manera de contar de los judíos). Coincide también con Jn 20,26 que narra la segunda aparición del Resuscitado ocho días más tarde. Para la espiritualidad de Lucas la visión del Cristo glorificado está en relación directa con la celebración comunitaria del Domingo.
P. Flavio Quiroga
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