El amor llamado a
consagrarse en el Sacramento del Matrimonio, supera el puro romanticismo que
pasa y se agota en momentos lindos. No es un entretenimiento corporal, un juego
para buscar sólo el placer que con el tiempo trae la monotonía y con ella el
final del romance.
El amor matrimonial supera
el enamoramiento que se encarna en el lógico atractivo que sienten un varón y
una mujer. El enamoramiento es un sentimiento cargado de emociones, una etapa
del amor verdadero que acerca a la pareja para que ambos se conozcan, se
valoren mutuamente y así se propongan posibilidades de iniciar juntos un camino
para compartir la vida. Entre el enamoramiento y el amor hay todo un camino en
el que se requiere tiempo para madurar y llegar al amor auténtico.
El amor matrimonial se
alimenta del enamoramiento y el romance, pero pasa por encima de ellos cuando
se convierte en una decisión libre de mutua entrega para hacer feliz al otro
con una total y plena disposición al servicio constante, llegando si es
necesario a la negación de sí mismo, sin usar al otro para el propio provecho,
ni negarle aspiraciones dentro de lo que es la familia, como el estudio, la
profesionalización, el trabajo digno. Por eso el amor matrimonial es fecundidad
abierta a dar la vida no sólo a los hijos, sino también a la propia pareja, ayudándole
a realizarse como persona, no anulándola, sino propiciando su madurez humana,
superando egoísmos y defectos personales.
Es también fecundidad que
procura la felicidad al punto de irradiarla en los vecinos,
en el barrio, el Pueblo, la parroquia.
El amor matrimonial es la
promesa realizada ante el Señor por parte de los esposos, pero que no termina
con la ceremonia, sino que se renueva cada día a pesar de las tentaciones y los
ambientes que incitan a destruir su consagración.
Es una escuela de perdón
en la que no hay vacaciones. Escuela permanentemente abierta al diálogo
respetuoso, sincero, generoso. Diálogo superador de temores, resentimientos,
ofensas; constructor de esperanzas renovadas.
Sería hermoso que, delante del Santísimo Sacramento, nos cuestionáramos si estamos llamados a vivir
la vocación matrimonial. Incluso aquellas parejas que ya conviven, debieran preguntarse esto.
Preguntarnos también si, como padres, acompañamos y orientamos la fe y la
vocación de los hijos, sobre todo en la catequesis familiar.
Sería hermoso que cada hogar nuestro vaya haciéndose eucarístico. Que procuremos aprender a vivir del Pan de Vida acercándonos a la Misa de los Domingos en primer lugar, procurando después la comunión, la escucha de la Palabra que alimenta las decisiones familiares e individuales, adorándolo presente en la Hostia y sirviéndolo presente en el prójimo.
María y José que hicieron de Jesús el centro y eje de su casa nos ayuden a lograrlo cada vez más.
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